lunes, octubre 06, 2025

¿Por qué viajamos?

“No conozco París, me encantaría ver la Torre Eiffel.”
Es una frase que uno podría escuchar en cualquier sobremesa.

¿Viajamos para ver cosas que no hemos visto?
¿Para tachar países en un mapa, o para coleccionar fotos frente a monumentos?

He escuchado a muchos decir: “Fuimos de nuevo a Europa, nos habían quedado unos países sin conocer.”
Y luego cuentan el viaje enumerando lugares, comidas, museos, con una secuencia de adjetivos como “maravilloso, increíble, sensacional”.

Y sin embargo, confieso algo: viajar no me tira mayormente.
Aunque sí he viajado, y cuando lo hago, lo paso bien. A veces, incluso, muy bien.

Pero creo que la interpretación habitual de por qué nos gusta viajar es incompleta.
No viajamos tanto por lo que vemos, sino por lo que sentimos.
Por lo que nos pasa por dentro.

El viaje interior

Cuando viajamos, algo en nosotros se ensancha.
Nos corremos de la rutina, cambiamos de ritmo, y de pronto —como si fuera magia— los problemas cotidianos se quedan en casa, y respiramos distinto.

El viaje nos amplía la mente, sí.
Pero sobre todo, nos cambia la perspectiva desde la cual miramos nuestra propia vida.
A veces viajamos solo para poder pensar desde otro lugar.

También viajamos para compartir con quien amamos.
Para tener conversaciones largas, sin apuros.
Para caminar sin rumbo, para reírnos sin culpa, para reencontrarnos con esa versión de nosotros que a diario se esconde bajo las listas de pendientes.

El foco en lo interior

Curiosamente, mientras viajamos, ponemos nuestra atención en lo de afuera: las postales, los paisajes, los restaurantes, los museos.
Y, sin darnos cuenta, lo más importante está ocurriendo adentro.

Esa vibración sutil de estar vivos, de descubrir, de mirar con ojos nuevos.
Ese asombro que no depende del lugar, sino del estado interno con que miramos.

Aprender también es viajar

Pienso que lo mismo ocurre cuando aprendemos.
Estudiamos algo, y creemos que estamos conociendo una materia nueva.
Pero lo más profundo que aprendemos es sobre nosotros mismos:
qué nos gusta, qué nos mueve, qué nos deja indiferentes.

Cada aprendizaje, como cada viaje, nos revela algo de quiénes somos.

Por eso, tal vez lo que más nos falta hoy no son viajes, ni títulos, ni destinos nuevos.
Nos falta poner el centro en la persona: en lo que sentimos, pensamos y experimentamos cuando vivimos, aprendemos o amamos.

Porque viajar, al final, no es cambiar de lugar.
Es cambiar de mirada.

domingo, octubre 05, 2025

Libro Qué sabes de Nietzsche de José Rafael Hernández Arias

Friedrich Nietzsche nació en 1844, en una familia de pastores luteranos de Prusia. Su infancia fue frágil, entre mujeres —madre, abuela, tías y su hermana Elisabeth— y marcada por la muerte temprana del padre y de un hermano. Desde pequeño mostró disciplina, seriedad, y una pasión voraz por el conocimiento. Dudó pronto del cristianismo, escribió a los 14 años una autobiografía titulada De mi vida, y sintió fascinación por los griegos, Wagner, Goethe y Napoleón.

Nietzsche es, ante todo, un espíritu en rebelión contra la cultura occidental. Su crítica es demoledora. Denuncia que desde Sócrates hemos sucumbido al dominio de lo apolíneo —la razón, la medida, el control— en detrimento de lo dionisíaco: el éxtasis, la pasión, el caos vital. Esa subordinación de la vida a la razón habría, según él, envenenado el alma de Occidente.

Wagner, su amigo y luego antagonista, encarnó para Nietzsche el intento de reunir nuevamente esas dos fuerzas: el orden apolíneo y la embriaguez dionisíaca. Pero Nietzsche fue más lejos: quiso fundar una nueva filosofía, una moral más allá del bien y del mal, una afirmación rotunda de la vida.

El martillo de la crítica

El cristianismo, sostenía, debilitó a Occidente con su moral de compasión y su promesa de un más allá. Schopenhauer proponía negar la voluntad, al modo budista. Nietzsche, en cambio, gritó un sí a la vida, con todo su sufrimiento, su placer y su vértigo.

El hombre moderno, domesticado y obediente, debía ser superado por un nuevo tipo humano: el superhombre, libre, creador, capaz de vivir sin consuelo, sin Dios, sin esperanza, pero afirmando el valor de existir.

Dios ha muerto”, proclamó. Y con esa muerte, el hombre queda huérfano de fundamento, obligado a inventar sus propios valores. Es una condena y una oportunidad.

La voluntad de poder

La clave de su filosofía es la voluntad de poder, no entendida como dominio sobre otros, sino como impulso vital, energía creadora, crecimiento interior. “La vida —dice Nietzsche— es incremento de sí misma, no lucha por la existencia.”

En esa tensión vital, la moral tradicional aparece como un instrumento de los débiles, una “moral de esclavos” que exalta la humildad y la compasión, y reprime la fuerza, la afirmación, la alegría de vivir. Frente a ella, Nietzsche rescata la “moral de señores”: la de quien crea, arriesga y danza sobre el abismo.

Nihilismo y renacimiento

El nihilismo, para él, es el signo de los tiempos: el derrumbe de todos los valores. Pero distingue entre el nihilismo pasivo, que se hunde en la apatía, y el nihilismo activo, que destruye para crear de nuevo. En ese vacío, el hombre tiene la tarea más alta: configurar su vida como una obra de arte.

Tres animales del alma

En Así habló Zaratustra, Nietzsche describe tres transformaciones del espíritu:

  • El camello, que dice “tú debes” y carga con los valores heredados.
  • El león, que ruge “yo quiero” y destruye lo impuesto.
  • Y finalmente el niño, símbolo del superhombre, que crea sus propios valores y juega, libre de toda culpa.

El fuego que no se apaga

Nietzsche murió en 1900, tras años de enfermedad y locura, pero su pensamiento sigue encendiendo hogueras. Fue músico, poeta, filólogo, filósofo errante. Escribió con martillo, con danza y con relámpago.

Su verdad era incómoda: la vida no tiene sentido, salvo el que tú le das. No hay consuelo ni progreso garantizado, pero sí una posibilidad inagotable de creación.

Quizás su pregunta más vigente sea esta:

¿Qué pasaría si vivieras tu vida como si fuera una obra de arte?