“No conozco París, me encantaría ver la Torre Eiffel.”
Es una frase que uno podría escuchar en cualquier sobremesa.
¿Viajamos para ver cosas que no hemos visto?
¿Para tachar países en un mapa, o para coleccionar fotos frente a monumentos?
Y luego cuentan el viaje enumerando lugares, comidas, museos, con una secuencia de adjetivos como “maravilloso, increíble, sensacional”.
Y sin embargo, confieso algo: viajar no me tira mayormente.
Aunque sí he viajado, y cuando lo hago, lo paso bien. A veces, incluso, muy bien.
Pero creo que la interpretación habitual de por qué nos gusta viajar es incompleta.
No viajamos tanto por lo que vemos, sino por lo que sentimos.
Por lo que nos pasa por dentro.
El viaje interior
Cuando viajamos, algo en nosotros se ensancha.
Nos corremos de la rutina, cambiamos de ritmo, y de pronto —como si fuera magia— los problemas cotidianos se quedan en casa, y respiramos distinto.
El viaje nos amplía la mente, sí.
Pero sobre todo, nos cambia la perspectiva desde la cual miramos nuestra propia vida.
A veces viajamos solo para poder pensar desde otro lugar.
También viajamos para compartir con quien amamos.
Para tener conversaciones largas, sin apuros.
Para caminar sin rumbo, para reírnos sin culpa, para reencontrarnos con esa versión de nosotros que a diario se esconde bajo las listas de pendientes.
El foco en lo interior
Curiosamente, mientras viajamos, ponemos nuestra atención en lo de afuera: las postales, los paisajes, los restaurantes, los museos.
Y, sin darnos cuenta, lo más importante está ocurriendo adentro.
Esa vibración sutil de estar vivos, de descubrir, de mirar con ojos nuevos.
Ese asombro que no depende del lugar, sino del estado interno con que miramos.
Aprender también es viajar
Pienso que lo mismo ocurre cuando aprendemos.
Estudiamos algo, y creemos que estamos conociendo una materia nueva.
Pero lo más profundo que aprendemos es sobre nosotros mismos:
qué nos gusta, qué nos mueve, qué nos deja indiferentes.
Cada aprendizaje, como cada viaje, nos revela algo de quiénes somos.
Por eso, tal vez lo que más nos falta hoy no son viajes, ni títulos, ni destinos nuevos.
Nos falta poner el centro en la persona: en lo que sentimos, pensamos y experimentamos cuando vivimos, aprendemos o amamos.
Porque viajar, al final, no es cambiar de lugar.
Es cambiar de mirada.