El libro Siento, luego existo, de Juan Casassus, me ha movido el piso. Y no por una gran teoría abstracta, sino por algo mucho más simple y decisivo: las emociones. Desde que lo empecé, camino por la vida con una sensibilidad distinta, como si una luz nueva iluminara mis propios afectos y también los de quienes me rodean.
La verdad es que suelo no verlas. Paso por encima. Las doy por sentadas. Y —como señala Casassus— ese descuido no es inocente: es una forma de desconexión.Lo curioso es que el primer ser vivo que sintió algo no fue un humano inspirado, sino LUCA, la primera célula en la historia de la evolución. LUCA necesitaba orientarse hacia lo que nutría su existencia y huir de lo que la amenazaba. Para eso desarrolló la capacidad de percibir, de sentir. Ahí, en ese gesto microscópico y ancestral, nacieron nuestras emociones. Son un dispositivo evolutivo de supervivencia, no un lujo ni un estorbo.
Luego vino Descartes, con su “pienso, luego existo”, y la razón subió al trono. Las emociones quedaron relegadas al sótano: sospechosas, incómodas, casi un error de fábrica. Yo estudié ingeniería en la Universidad de Chile, y no recuerdo haber escuchado jamás la palabra “emoción” en una clase. Era un término exiliado, fuera del perímetro académico.
Hoy, en cambio, algo se mueve. Y el libro de Casassus empuja con fuerza ese movimiento: las emociones vuelven al centro de la escena.
Descubro algo evidente que había olvidado:
todo lo que hacemos nace de una emoción.
No hay acción humana que no esté impulsada por algún afecto. Por eso es vital aprender a detenernos, detectar lo que sentimos, darle nombre, acogerlo.
Para la rabia, que tiene infinitos matices, apenas tenemos un puñado de palabras.
También aprendí que las emociones no vienen desde la cabeza hacia abajo, sino al revés. Parten del cuerpo: de la percepción, de la piel, de la sensibilidad ante el mundo. El organismo hace una evaluación rápida —esto me beneficia, esto me amenaza— y solo después entra la cognición, que profundiza, interpreta y da forma. Lo que finalmente llamamos “emoción” es el fruto de ese diálogo secreto entre cuerpo y mente.
Y ese fruto moviliza acciones: algunas impulsivas, otras meditadas. Un abanico entero.
Justo terminamos una elección presidencial y parlamentaria. Todos comentan sus decisiones como si fueran el resultado impecable de análisis racionales, datos y criterios. Después de este libro, no puedo evitar pensar: cuánto de emocional hay en nuestras elecciones políticas… aunque las vistamos de argumentos.
Casassus convence. Necesitamos tomarnos en serio las emociones. No para domesticarlas, sino para comprenderlas… porque se están cocinando mucho antes de que asomen en la conciencia. En el territorio del inconsciente ya están trabajando.
Sabemos muy poco de ellas. Y, sin embargo, son motor, brújula y combustible.
Leer este libro es un recordatorio suave pero firme:
si no sentimos, no existimos del todo.
Y si aprendemos a sentir mejor, quizás también existamos mejor.


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