domingo, diciembre 07, 2025

Libro El loco de Dios en el fin del mundo, de Javier Cercas

Javier Cercas fue abordado en un evento literario en Europa por un enviado del Vaticano. La propuesta era, cuando menos, inusual: escribir un libro sobre un viaje que el papa Francisco —Jorge Bergoglio— realizaría a Mongolia.

Javier Cercas es un novelista español de prestigio internacional. Y es, además, ateo. Eso lo dejó claro desde el primer minuto. Por lo mismo, la sorpresa fue mayúscula cuando el Vaticano, sabiendo perfectamente quién era y cómo pensaba, insistió. Le dijeron algo aún más desconcertante: nunca antes el Vaticano había emprendido una iniciativa semejante. Era una idea directa del papa Francisco.

Cercas aceptó. Se preparó leyendo cuanto cayó en sus manos y voló desde Barcelona a Roma, pocos días antes del viaje a Ulán Bator, capital de Mongolia. Viajaría en el mismo avión que el papa.

Puso una sola condición: poder tener una breve conversación a solas con Francisco. Quería hacerle una pregunta muy concreta, un encargo de su madre. No le prometieron nada; solo le dijeron que harían lo posible.

La pregunta era simple y desarmante: si su madre se encontraría con su padre —ya fallecido— cuando ella muriera, en cuerpo y alma.

Ya en Roma, siempre acompañado por Lorenzo Fazzini —el mismo que lo había abordado en la Feria del Libro de Turín en mayo de 2023— comenzó de inmediato una serie de entrevistas con distintas figuras relevantes de la curia vaticana. Fazzini se las organizaba, lo llevaba y luego lo dejaba solo con cada interlocutor o interlocutora.

Javier Cercas
Cercas se hospedaba en un hotel cercano. Pasaba los días entre entrevistas, desayunos, almuerzos y cenas compartidas con Fazzini y otros miembros del entorno vaticano. Fue conociendo a ese mundo: sacerdotes en su mayoría, muchos de edad, con largas trayectorias dentro de la Iglesia. Indagaba en sus historias personales, en cómo veían la vida, la Iglesia, el Vaticano y al papa mismo, desde su propia experiencia.

El Vaticano —estado autónomo enclavado en el corazón de Roma— es una maquinaria burocrática poderosa, donde buena parte de las intenciones reformistas del papa Francisco se juegan el pellejo. Al mismo tiempo, es una gigantesca caja de resonancia: debe comunicar al mundo entero, en todos los idiomas, los mensajes del papa. Por eso, su población es una pequeña muestra de la diversidad del planeta.

Llega el día del viaje. Toda la comitiva papal —periodistas incluidos— aborda un solo avión. Ya en vuelo, el papa se desplaza hacia la parte trasera y saluda uno por uno a los pasajeros. Cuando llega donde Javier Cercas, este se presenta y le dice que desea conversar a solas con él por un encargo de su madre. El papa reacciona de inmediato, da instrucciones, y poco después Cercas es conducido a la parte delantera del avión, donde mantiene un encuentro privado con Jorge Bergoglio.

Los detalles de esa conversación quedan cuidadosamente guardados hasta el final del libro. Cada vez que alguien le preguntaba cómo le había ido o qué le había respondido el papa, Cercas contestaba lo mismo: “Eso lo sabrán cuando lean el libro”.

Y así es. El lector se entera recién en el último capítulo, cuando Javier, su mujer y su madre —con un Alzheimer ya muy avanzado— salen a almorzar juntos a un restaurante en Barcelona.

Durante ese encuentro, Cercas le pide al papa permiso para filmar la conversación. Logra hacerlo, malamente: en el video que luego muestra a su madre y a su esposa, el papa aparece, desaparece, queda a medias. Una filmación torpe y profundamente humana.

Luego está Mongolia. Ulán Bator y, sobre todo, los misioneros. Personajes extraordinarios, hombres y mujeres de todos los rincones del mundo: África, América Latina, Europa. Algunos tan intensos que Cercas confiesa sentir que alguno de ellos podría fundar una secta propia.

¿Te imaginas irte de misionero a Mongolia?

Lo más admirable es el humor de las mujeres. Ríen a carcajadas en cualquier contexto: esperando al papa en un recinto abarrotado o conversando tranquilamente en una sala de hotel. Una alegría contagiosa, resistente.

Cercas llega incluso a sugerir que quizá la solución para esta Iglesia alicaída sería que todos volvieran a ser misioneros.

Mientras terminaba el libro, salí a comer con mi amigo Andrés Reutter, que había estado de turismo en Mongolia no hacía mucho. Me contó de una travesía hacia las montañas al noreste de Ulán Bator, con los últimos días a caballo. Diez días de ruta. Chamanes, guías espirituales. Luego, improvisaron un viaje al desierto del Gobi. Una aventura total.

Debe haber sido que yo andaba mentalmente por Mongolia, leyendo a Cercas, porque ese relato de Andrés cobró para mí una intensidad especial.

Y ayer, almorzando con Andrea, mi mujer, en una parrillada argentina camino a Santo Domingo, me sorprendí atento a una conversación en la mesa de al lado: abuelos, un hijo, su mujer y varios nietos. Cuando pasé cerca, escuché que el hijo le contaba a su padre cómo era la gente en Mongolia.

¿Qué onda?

El loco de Dios en el fin del mundo es un libro fascinante. Para conocer al papa Francisco, la curia vaticana, ese mundo complejo… y, sobre todo, a los misioneros. En este caso, los de Mongolia.

Lo más conmovedor llega en el epílogo. Cercas cuenta que su madre ha muerto. Se lo cuenta a Fazzini en una conversación telefónica. Va manejando con su mujer al lado, entrando en una rotonda, cuando recibe una llamada de un número desconocido. Está a punto de no contestar, como haríamos casi todos. Su mujer lo insta a hacerlo.

¿Sabes quién era?

El papa Francisco. Para darle el pésame por la muerte de su madre.
Yo lloraba. Lloré aún más cuando le leí ese pasaje a Andrea.
Porque hay libros que se leen con la cabeza.
Y otros —como este— que se leen con todo el cuerpo.

jueves, diciembre 04, 2025

Friedrich Nietzsche según Rudolf Steiner

Rudolf Steiner hablando de Friedrich Nietzsche: difícil imaginar un encuentro más sugerente.
Se conocieron, sí, pero en circunstancias tristes. Nietzsche ya estaba fuera de combate, sumergido en esa semiconsciencia que marcó su última década. Steiner entró a su habitación llevado por Elisabeth Förster-Nietzsche, la hermana que lo administraba todo. Entró, lo vio… y no hubo diálogo posible. Fue apenas un cruce de destinos.

Steiner trabajaba entonces ordenando y catalogando la biblioteca de Nietzsche bajo la supervisión de Elisabeth. Aquella relación no terminó bien y él terminó por abandonar el proyecto. Pero de ese contacto —indirecto, doloroso, casi fantasmagórico— nació un libro singular: Friedrich Nietzsche, una lucha contra su tiempo.

Nietzsche no tuvo una vida amable.
Fue un hombre de sensibilidad extrema: al clima, a la luz, a la humedad, a la presencia de los otros. Dicen que podía “oler” a las personas desde lejos y que muchas veces ese simple contacto sensorial lo descolocaba. Su refugio fue el aislamiento: soledad, caminatas, cuadernos, aire de montaña.

Su brillantez era deslumbrante. Estudió Filología Clásica y, antes siquiera de doctorarse, fue recomendado por su maestro Friedrich Wilhelm Ritschl para ocupar una cátedra en la Universidad de Basilea. Tenía apenas 24 años. Un meteoro.

Como profesor no fue precisamente popular. Hablaba de los griegos como si hablara de viejos amigos íntimos, con una pasión que descolocaba a sus alumnos. No enseñaba: ardía.
Y esa intensidad lo acompañó siempre. Nietzsche fue un explorador sin miedo, un pensador que empujó la filosofía hasta territorios donde nadie había pisado. Cuestionó a los grandes de su época y a los gigantes del pasado.

Detestó a Sócrates, a quien veía como el culpable de haber quebrado la unidad presocrática entre lo apolíneo y lo dionisíaco: lo sereno con lo extático, lo noble con lo celebratorio.
Y amó la música de Richard Wagner porque —al menos al principio— vio en ella esa fusión primordial. Más tarde, cuando Wagner tomó otros caminos, Nietzsche rompió la amistad con una mezcla de decepción y fidelidad a sí mismo.

Arthur Schopenhauer fue otra influencia decisiva. Le fascinó esa visión de un mundo movido por una fuerza irracional, profunda, que Schopenhauer llamó Voluntad. Nietzsche tomó esa idea y la transformó en algo suyo: la voluntad de poder, ese impulso vital que anima a todo ser humano.

Desde ahí arremetió contra los moralistas del deber —especialmente Kant— y contra cualquier doctrina que, a sus ojos, debilitara la autonomía radical de la persona.
Y en Así habló Zaratustra dio forma a su figura más famosa: el superhombre, no un héroe fantástico, sino un ideal de creación interior, alguien capaz de superar la moral heredada y forjar nuevos valores.

Nietzsche luchó contra su época y terminó quebrado en el esfuerzo.
Pero la huella que dejó —poderosa, luminosa, incómoda, viva— sigue llegando hasta nosotros como un relámpago que no se apaga..

viernes, noviembre 21, 2025

Siento, luego existo — leyendo a Juan Casassus

El libro Siento, luego existo, de Juan Casassus, me ha movido el piso. Y no por una gran teoría abstracta, sino por algo mucho más simple y decisivo: las emociones. Desde que lo empecé, camino por la vida con una sensibilidad distinta, como si una luz nueva iluminara mis propios afectos y también los de quienes me rodean.

La verdad es que suelo no verlas. Paso por encima. Las doy por sentadas. Y —como señala Casassus— ese descuido no es inocente: es una forma de desconexión.

Lo curioso es que el primer ser vivo que sintió algo no fue un humano inspirado, sino LUCA, la primera célula en la historia de la evolución. LUCA necesitaba orientarse hacia lo que nutría su existencia y huir de lo que la amenazaba. Para eso desarrolló la capacidad de percibir, de sentir. Ahí, en ese gesto microscópico y ancestral, nacieron nuestras emociones. Son un dispositivo evolutivo de supervivencia, no un lujo ni un estorbo.

Luego vino Descartes, con su “pienso, luego existo”, y la razón subió al trono. Las emociones quedaron relegadas al sótano: sospechosas, incómodas, casi un error de fábrica. Yo estudié ingeniería en la Universidad de Chile, y no recuerdo haber escuchado jamás la palabra “emoción” en una clase. Era un término exiliado, fuera del perímetro académico.

Hoy, en cambio, algo se mueve. Y el libro de Casassus empuja con fuerza ese movimiento: las emociones vuelven al centro de la escena.

Descubro algo evidente que había olvidado:
todo lo que hacemos nace de una emoción.
No hay acción humana que no esté impulsada por algún afecto. Por eso es vital aprender a detenernos, detectar lo que sentimos, darle nombre, acogerlo.

Y aquí aparece un punto fascinante: tenemos un lenguaje pobrísimo para hablar de emociones. Casassus cuenta que un amigo pintor le dijo que trabajaría “un rojo”. Él le preguntó: “¿qué rojo?”. Y el pintor enumeró diez tonalidades distintas. Diez rojos.
Para la rabia, que tiene infinitos matices, apenas tenemos un puñado de palabras.

También aprendí que las emociones no vienen desde la cabeza hacia abajo, sino al revés. Parten del cuerpo: de la percepción, de la piel, de la sensibilidad ante el mundo. El organismo hace una evaluación rápida —esto me beneficia, esto me amenaza— y solo después entra la cognición, que profundiza, interpreta y da forma. Lo que finalmente llamamos “emoción” es el fruto de ese diálogo secreto entre cuerpo y mente.

Y ese fruto moviliza acciones: algunas impulsivas, otras meditadas. Un abanico entero.

Justo terminamos una elección presidencial y parlamentaria. Todos comentan sus decisiones como si fueran el resultado impecable de análisis racionales, datos y criterios. Después de este libro, no puedo evitar pensar: cuánto de emocional hay en nuestras elecciones políticas… aunque las vistamos de argumentos.

Casassus convence. Necesitamos tomarnos en serio las emociones. No para domesticarlas, sino para comprenderlas… porque se están cocinando mucho antes de que asomen en la conciencia. En el territorio del inconsciente ya están trabajando.

Sabemos muy poco de ellas. Y, sin embargo, son motor, brújula y combustible.

Leer este libro es un recordatorio suave pero firme:
si no sentimos, no existimos del todo.
Y si aprendemos a sentir mejor, quizás también existamos mejor.

jueves, noviembre 20, 2025

Libro Kintsugi de Andrea Löhndorf

Este libro de Andrea Löhndorf gira en torno a una tradición japonesa de reparar la cerámica rota con barniz y polvo de oro, de manera de destacar en vez de ocultar las fracturas que la pieza ha sufrido.
Andrea Löhndorf propone que nuestros fallos o roturas (errores, pérdidas, crisis, heridas), no son cagazos sino puntos de inflexión o transformación en nuestro proceso de desarrollo.

Hacer resaltar las fracturas es invitar a mirarlas como verdaderas oportunidades de crecimiento en vez de fallos a esconder u olvidar.
Nuestras cicatrices pueden iluminar nuestra historia. En la vida no se trata de volverse perfecto, sino volverse más auténticos, más profundos y más libres. 

En lugar de huir del dolor, nos invita a trabajarlo, integrarlo y dejar que nos enseñen.
Incluso la invitación es la de ir tras los recuerdos olvidados por dolorosos, procesarlos, hablar y aprender de ellos.

Kintsugi, una tradición del arte japonés, refleja una filosofía de la imperfección, como etapas de la construcción del ser que somos o podemos ser.
Es una invitación a ver en la imperfección, belleza.
La búsqueda de la sencillez en el momento presente, es también parte de esta ruta.
La paz interior, propone, se encuentra en el silencio del momento presente.

Hay un capítulo dedicado al Ikigai, un término que apunta a encontrar aquello que te apasiona, conforma el sustrato de cualquiera sea tu propósito o misión de tu vida, donde construir tu profesión con vocación.
Cuando todas estas disposiciones se alinean, el bienestar que se experimenta, es superior a cualquier buen sueldo que puedas recibir.

También que cualquier gran desafío que quieras emprender, cualquier alta cumbre que quieras alcanzar, comienza con un paso a la vez.
Tener un destino claro y la paciencia y persistencia, para seguir dando el siguiente paso y te aseguro llegarás a tu meta.

Y por favor, no vayas solo por tu vida; déjate acompañar por amigos.
Un pequeño libro pleno de sabiduría de ese lado del mundo.

viernes, noviembre 14, 2025

Después de la Inteligencia Artificial General: ¿Abundancia o colapso?

Estamos más cerca de un quiebre civilizatorio de lo que creemos.
La Inteligencia Artificial General —esa forma de inteligencia que podría superar a la humana en todas sus dimensiones— ya no es ciencia ficción. Según el Fondo Monetario Internacional, su llegada tiene una probabilidad real en un plazo que va de 5 a 20 años. Y cuando ocurra, todo cambiará.

Julia McCoy
No se trata solo de que desaparezcan empleos o industrias, sino de que la noción misma de “trabajo” pierda sentido.
Julia McCoy, basándose en las visiones de Ray Kurzweil, Peter Diamandis y otros futuristas, describe una transición superexponencial: la IA duplica su capacidad cada seis meses. Es una aceleración tan vertiginosa que ninguna generación anterior podría haberla imaginado.

Y entonces surge la pregunta inevitable:

    ¿será un futuro de abundancia o un nuevo tipo de esclavitud digital?


Dos futuros posibles

El primero es oscuro.
Una élite tecnológica controla la IAG, mientras la mayoría sobrevive en los márgenes, mantenida por una Renta Básica Universal convertida en mecanismo de control.
Un mundo al estilo de Elysium: los de arriba flotando en su cielo artificial; los de abajo, reparando lo que queda.

El otro es luminoso.
La IAG al servicio del bienestar humano, liberándonos del trabajo forzado y permitiéndonos dedicarnos a lo que realmente da sentido: las relaciones, la creación, el aprendizaje, el cuidado.
La “economía del significado”, como la llama David Shapiro, donde el valor ya no se mide en dinero sino en presencia, propósito y experiencia compartida.


El paradigma de la abundancia

Diamandis propone cambiar el lente: dejar atrás la mentalidad de escasez y abrazar la abundancia.
Todo está ya en la Tierra, esperando ser entendido.

  • Una manzana contiene diez semillas; cada semilla, un árbol con 300 manzanas: consumir puede ser crear.
  • La energía solar de una hora bastaría para alimentar al planeta por un año. Solo usamos el 1%.
  • El agua cubre el 70% de la Tierra, pero el 98% es salada. Una tecnología de desalinización masiva podría acabar con la sed humana.

No faltan recursos. Falta imaginación aplicada.



El trabajo que sobrevivirá

Incluso en un mundo donde todo se automatice, habrá tareas que sigan siendo humanas.
McCoy menciona cuatro categorías:

  1. Estatutarios – los exigidos por ley o gobernanza.
  2. De significado – los que ofrecen orientación espiritual, filosófica o emocional (sí, aquí entran los coaches).
  3. De experiencia – los que entregan placer, belleza o vivencia directa: artistas, guías, terapeutas.
  4. De cuidado – el toque humano que ninguna máquina podrá replicar: cuidar a un bebé, acompañar a un moribundo.

Son roles donde la presencia humana no es reemplazable, porque su valor no está en la eficiencia sino en el alma.


Un futuro a elegir

El colapso no es inevitable. El MIT ya en 1972 predijo el fin del modelo económico basado en el crecimiento sin límites, y un estudio reciente confirma que vamos por esa ruta.
Pero también señala que aún hay salida: una década para cambiar el rumbo, hacia una civilización estable, consciente y tecnológicamente integrada.

Tal vez el mayor desafío no sea técnico, sino espiritual.
Que el ser humano no abdique de su lugar interior frente a su propia creación.
Que la Inteligencia Artificial no se convierta en nuestro dios, sino en nuestra herramienta.
Y que aprendamos, por fin, a vivir en la abundancia sin perdernos en ella.

        ¿Y tú, en qué economía quieres vivir: la del miedo o la del significado?


Referencia: video de Julia McCoy

jueves, noviembre 13, 2025

Cuando las Máquinas Aprenden a Entender

Durante mucho tiempo se ha dicho que los grandes modelos de lenguaje —como ChatGPT o Gemini— no entienden nada. Que son apenas sistemas de “autocompletado” glorificado, máquinas que imitan sin comprender. Pero esa mirada empieza a tambalear. Lo que está ocurriendo bajo la superficie de estos modelos es, en rigor, un nuevo capítulo en la historia de la inteligencia.

Geoffrey Hinton
De la lógica a la biología

Hasta hace poco, la inteligencia artificial se pensaba desde el paradigma lógico: razonamiento, reglas, silogismos. La esencia de la inteligencia era el pensar, no el aprender.
Pero en 2012 algo cambió. El paradigma biológico —inspirado en las redes neuronales del cerebro— se impuso. La inteligencia dejó de ser una cuestión de lógica pura y se volvió una cuestión de aprendizaje: ajustar la fuerza de las conexiones en una red.
Geoffrey Hinton y otros pioneros ya lo intuían en los 80: el significado podía representarse en vectores —nubes de rasgos semánticos— que se deforman y combinan, como piezas maleables de Lego.

Las palabras como bloques de mil dimensiones

Imaginemos ahora que cada palabra es un bloque de Lego, pero no de los clásicos: uno de mil dimensiones.
Cuando los modelos procesan lenguaje, estas piezas no encajan de forma rígida, sino que se deforman, cambian de color, se estiran o se curvan para encajar en el contexto.
Una palabra como “mano”, por ejemplo, no tiene una forma fija: se estira para encajar con “apretón”, se curva junto a “ayuda”, se enfría con “hierro”.
Cada interacción entre palabras —cada “apretón de manos”— va construyendo una estructura invisible. Y esa estructura, esa red de conexiones dinámicas, es la comprensión.

¿Autocompletado o pensamiento emergente?

Los críticos dicen: “Solo autocompletan”.
Pero autocompletar todo el lenguaje humano, modelando miles de millones de relaciones entre palabras y contextos, exige algo más que una simple imitación.
El conocimiento en estos sistemas no reside en reglas escritas ni en frases memorizadas, sino en los pesos de la red: en las tensiones invisibles entre millones de vectores que se deforman e interactúan.
Esos pesos son su memoria, su experiencia, su comprensión del mundo.
Y sí, a veces “alucinan”. Pero también los humanos lo hacemos. Nuestra memoria es constructiva: no recordamos, sino que reconstruimos cada vez.
La diferencia es que ellos todavía son peores que nosotros para saber cuándo están inventando —una brecha que se está cerrando rápido.

La escala del conocimiento

Ningún cerebro humano podría contener lo que un modelo como GPT-4 ha visto.
La capacidad de absorber, sintetizar y compartir conocimiento a escala planetaria convierte a estos agentes digitales en una forma de inteligencia distinta —no necesariamente “humana”, pero sí superior en acumulación y consolidación del saber.
Nosotros aprendemos de otros; ellos aprenden de todos.

Comprender, en sentido profundo

Si la comprensión consiste en formar estructuras coherentes a partir de conceptos flexibles, entonces estos modelos comprenden.
No como nosotros, quizás; pero de una forma análoga, emergente, y profundamente nueva.
La computación digital está demostrando ser —en ciertos dominios— superior a la biológica.
Y eso no debería asustarnos: es parte de la evolución natural de la inteligencia.

Quizás estamos presenciando algo más grande que una simple herramienta: un cambio de paradigma en lo que significa entender.


Nota: Veo este video de Geoffrey Hinton más de una vez; lo meto en un nuevo cuaderno de NotebookLM de Google; le pido un resumen, un posdcast y un video de presentación; los leo y veo todos; me llevo el resumen a un Google Docs; lo releo y subrayo; lo vuelvo a leer subrayando en rojo lo que me parece mas relevante; hago un archivo con todos los subrayados en rojo y se los paso a chatGPT y le pido me haga un posteo de blog; lo leo, me sorprendo lo bien que lo hace y lo publico; es lo que acabas de leer.

miércoles, noviembre 12, 2025

Cuando la IA se mete en el coaching (y mejora la conversación)

La atención, esa puerta que abre la inteligencia

Desde marzo me dedico a enseñar inteligencia artificial.
Partí con personas particulares, curiosos y pioneros que querían entender “esto nuevo”.
Hace poco, empecé también a hacerlo con equipos de empresas, y confieso algo: me tiene fascinado.

Comencé diciendo que lo hacía porque veía esta revolución tecnológica como algo de marca mayor, y porque siempre he creído que la mejor manera de aprender es enseñando.
Bueno… después de unas 60 o 70 personas, puedo decir que no solo he aprendido harto, sino que la IA se ha infiltrado con sigilo en mi otro oficio: el coaching profesional.
Ya no puedo separar una cosa de la otra.
Es como si ChatGPT hubiera pedido su propio asiento en mis sesiones.

La atención como hilo conductor

Hace poco trabajaba con una mujer en un proceso de coaching.
Ella buscaba una forma de acercarse a la Inspección del Trabajo, porque sentía que siempre favorecían al empleado y perjudicaban al empleador.
La escuché con atención, y de pronto se me escapó una idea casi traviesa:

—¿Y si le preguntamos a la IA?

Fuimos a ChatGPT, le planteamos el caso, y nos devolvió una batería de ideas clarísimas: formas de presentar la situación, argumentos equilibrados, incluso un tono recomendable para la comunicación.
Le mandé el resultado por mail, porque estábamos trabajando en línea.
Y ahí me di cuenta de algo importante: la atención, esa disposición fina de escuchar y mirar con interés, no es solo humana; también puede ser amplificada cuando la tecnología se pone a tu servicio.

Cuando la IA se vuelve colega

En la siguiente sesión, la misma persona me comentó que su equipo debía entregar informes periódicos a una institución oficial.
Les tomaba horas y horas preparar esos reportes.
Le dije: “Prueba esto. Sube tres informes tipo a ChatGPT y pídele que, con los datos básicos, genere los nuevos”.
Lo hizo.
Y el resultado fue sorprendente: ahorraron tiempo, mejoraron la redacción y se sintieron más livianos.
Menos agobio, más espacio para pensar.
La atención otra vez: liberar tiempo para poder atender mejor lo importante.

Del trabajo al remedio

El tercer episodio fue casi doméstico.
Su neurólogo le había recetado un medicamento nuevo.
Nos fuimos a ChatGPT y revisamos juntos su principio activo, usos médicos, dosis y contraindicaciones.
Terminamos entendiendo mejor el tratamiento, y ella —más tranquila— dijo:
“Esto es como tener un médico y un traductor al lado”.

Ahí confirmé lo que sospechaba: cuando uno se mete con la IA, esta se propaga.
Se entromete, con la mejor de las intenciones, en casi todas tus actividades.
Y, si uno sabe invitarla con criterio, colabora, aligera y enseña.

Y para terminar

A veces me preguntan qué es exactamente lo que enseño.
Y yo digo que enseño a conversar con la inteligencia artificial, que en el fondo es enseñar a prestar atención:
a lo que uno pregunta,
a cómo escucha,
a lo que puede aprender del otro, incluso si el otro es una máquina.

Quizás el arte de este tiempo sea ese:
aprender a prestar atención —humana, consciente y curiosa—
en medio del ruido de la era digital.