sábado, julio 05, 2025

Libro Tómatelo con estoicismo de Jaime Moreno Delgado

Todo comenzó con un naufragio.

Zenón de Citio iba navegando tranquilo cuando la vida, con su sutil toque de ironía, decidió cambiarle el rumbo a punta de olas y desastre. Desembarcó en Atenas sin barco, sin fortuna, pero con algo que resultaría más valioso: una idea. No le convencían mucho los filósofos del momento, así que fundó su propia escuela bajo un pórtico llamado Stoa Poikile. Y de ahí, voilà, el nombre: los estoicos.

¿Y qué querían estos estoicos? Nada menos que la virtud. Porque quien la alcanza, dice Zenón y toda la pandilla posterior, accede a la sabiduría. Y con eso, a la felicidad. Así, sin necesidad de Instagram ni filtros.

Roma, toga y carácter

En la Roma del siglo II a.C., ser estoico no era sinónimo de mirar el techo suspirando. Al contrario: se metían en política, defendían el bien común y predicaban una vida austera. Nada de lujos ni dramatismos, que para eso ya estaba el teatro.

Ahí aparece Séneca, nacido en la soleada Córdoba (España, no Argentina), criado con buena educación y metido hasta el cuello en la política romana. Fue consejero de emperadores, víctima de intrigas palaciegas y, tristemente, obligado a suicidarse por orden de su antiguo alumno: Nerón. Ay, los alumnos…

Epicteto, por su parte, fue esclavo (su nombre significa literalmente el comprado), cojeaba de una pierna (gracias a su amo) y sin embargo fundó su propia escuela filosófica. Porque a veces, cuando no puedes mover bien una pierna, mueves el alma.

Y Marco Aurelio, ese emperador que mientras dirigía ejércitos escribía Meditaciones bajo la lluvia de Germania. Gobernante ejemplar, pensador profundo... y padre de Cómodo, que fue todo menos eso. Nadie es perfecto.

Jaime Moreno
Conócete. Y luego, quiérete.

El templo de Apolo en Delfos lo decía con elegancia: Conócete a ti mismo. Y acto seguido, podríamos agregar con guiño moderno: y quiérete un poco, caramba.

Los estoicos sabían que no hay enemigo más bravo que uno mismo. Por eso hablaban del proficiente, esa alma que busca ser sabia, y que para eso debe lidiar a diario con el miedo, la ira, la codicia… y hoy en día, con los comentarios pasivo-agresivos en redes sociales.

No necesitas una cabaña en el Himalaya

Marco Aurelio escribía cada noche, incluso rodeado de espadas y catapultas. Su “journal” era un espejo del alma. Porque los estoicos entendieron una gran verdad: no necesitas viajar a ninguna parte para encontrarte contigo. Tu alma, como sombra fiel, va contigo a todas partes.

Y si quieres respeto, empieza por respetarte. Si quieres amor, ama tú primero. Si buscas serenidad, acepta lo que no puedes cambiar. Y cambia —con agallas— lo que sí puedes. Como diría Epicteto: no te irrites con las cosas, porque a ellas les importa un carajo.

¿Te angustia el futuro? ¡Bienvenido al club!

La ansiedad por el futuro, dicen los estoicos, es un ladrón profesional: se roba la dicha del presente. Mejor enfócate en lo que tienes ahora, que es lo único que realmente posees. ¿Te pegaste un maratón de reels en Instagram y lloraste con uno de un perrito? Bueno… no todo está perdido. Quizás esa emoción también sea parte de conocerte.

Marco Aurelio
La muerte no es el final (del buen humor)

Los estoicos la miraban de frente. Sin flores, pero con temple. La vida es una, y por eso mismo hay que vivirla con atención plena, sin perderse en dramas menores ni deseos que nos carcomen.

Como bien sabían ellos: el sufrimiento nace del deseo. Si deseas algo y no ocurre, te frustras. Pero si moderas tus deseos, te liberas. Más o menos como soltar el Wi-Fi y descubrir que los libros también existen.

El pequeño gran catálogo estoico

Por si no te quedó claro, aquí va el resumen en formato bolsillo:

  1. Conócete, respétate y quiérete.
  2. Plantea objetivos con sentido.
  3. Ama y déjate amar.
  4. Sé buen ciudadano.
  5. Ten criterio propio.
  6. Mira tus miedos sin disfrazarlos.
  7. Vive el presente.
  8. Acepta lo que no puedes cambiar.
  9. Cambia lo que sí puedes.
  10. Ayuda… y déjate ayudar.
  11. Modera tus deseos.
  12. Sé empático, que el mundo ya tiene suficientes cascarrabias.

Y para terminar, una sugerencia

Si alguna vez te ves dominado por la ira, Séneca propone mirarte al espejo. La cara que pongas será suficiente para devolverte la cordura (o para morirte de la risa, lo que también ayuda).

Porque —y esto ya lo agrego yo— a veces la mejor manera de tomarse la vida, incluso con todo su caos, incertidumbre y contradicciones… es con una dosis de estoicismo, un café caliente, y una sonrisa en los labios.


Nota: esta es una redacción de chatGPT a partir de mis notas sobre el libro

miércoles, julio 02, 2025

Avances en mi servicio de Coaching en IA ahora con equipos de empresas

Yuval Harari lanza una bomba (otra más) al decir que la Inteligencia Artificial no es una herramienta, sino un agente. No un martillo, ni una calculadora, ni siquiera un asistente obediente. Un agente. Es decir, algo que actúa por cuenta propia, aprende solito, se transforma sin pedirnos permiso y toma decisiones que, muchas veces, son mejores que las nuestras.

No está solo en su espanto: Geoffrey Hinton, uno de los abuelos de la IA (el “tata de la IA”), también anda con los pelos de punta. Y es que, si esto sigue así, la pregunta ya no es qué puede hacer la IA, sino qué nos queda a nosotros.

Y ahí, en medio de esta tormenta, aparece una pregunta que huele a filosofía antigua y a conversación entre amigos en una terraza:
¿Para qué seguimos estudiando cosas?

¿Para qué leer sobre la Revolución Francesa, si con dos clics tenemos resúmenes, mapas interactivos y hasta recreaciones en 3D?
¿Para qué memorizar nada, si todo está ahí, disponible en menos de un segundo?

La respuesta —hermosa, luminosa— es otra:
Ya no aprendemos para saber algo. Aprendemos para conocernos.

Cuando aprendo algo en grupo, me doy cuenta de que yo entiendo distinto, pregunto distinto, me emociono con otras cosas. Y eso no es un error. ¡Es un regalo!
Es la forma en que descubro quién soy.
Y si además empiezo a querer esa forma mía, a valorarla, entonces estoy caminando por el viejo camino de los estoicos:
Conócete a ti mismo. Y luego, quiérete.

Porque si la IA va a hacer casi todo lo que hacemos (y tal vez mejor), entonces el verdadero desarrollo personal ya no será acumular información, sino cultivar nuestra singularidad.
Abrazarnos tal como somos.
Y algo más: aprender a conversar de verdad.

Conversar bien será un arte cada vez más valioso. No discutir por Twitter. No monólogos disfrazados de diálogo. Me refiero a conversaciones con escucha profunda, con confianza, con pausas.
Porque en un mundo donde la IA se vuelve omnipresente, la calidad de nuestros vínculos será el oro nuevo.

Por eso, cuando digo que hago coaching en inteligencia artificial, no es solo porque enseñe sobre IA. Es porque acompaño a personas y equipos a reflexionar sobre qué nos hace valiosos en este nuevo escenario.

Sí, encendemos la chispa de la curiosidad por la IA. Pero, al mismo tiempo, abrimos grandes preguntas:

  • ¿Qué es aprender?
  • ¿Qué somos?
  • ¿Qué valor tendrá lo humano cuando lo artificial haga casi todo?
  • ¿Qué deberíamos dejar atrás, como esa idea de que el dinero es lo más importante de todo?

Este no es solo un taller técnico. Es una invitación a un viaje. Uno que nos lleva al corazón de lo humano, justo ahora que la tecnología empieza a parecerse peligrosamente a nosotros.

Y tú, ¿qué valor quieres cultivar cuando la IA te mire a los ojos?


Nota 1: escribí el posteo y se lo pasé a chatGPT pidiéndole me lo hiciera mas ameno y coloquial, que es lo que publiqué
Nota 2: luego le pedí a chatGPT que me aportara una imagen para decorar este posteo, que es la imagen que publiqué

viernes, junio 27, 2025

Libro Artificial de Mariano Sigman y Santiago Bilinkis

Todo partió con un juego. O mejor dicho, con descifrar cómo pensaban los que jugaban a destruir el mundo.

Corría 1939 y un grupo de cerebros, liderado por el mítico Alan Turing, se encerraba en Bletchley Park para romper el código Enigma de los nazis. Mientras otros empuñaban armas, él se enfrentaba a la guerra con lógica, matemáticas y una máquina.

Mariano Sigman
Ahí comenzó todo, señalan los autores de este libro, Mariano Sigman y Santiago Bilinkis.

Turing soñaba con máquinas que pensaran. Y para ello se miraba al espejo del ajedrez, como si las jugadas en el tablero pudieran enseñarle a pensar a una máquina aún no nacida. Así nació Turochamp, un algoritmo pionero que ya imaginaba cómo mover una torre sin tener cuerpo.

Luego vino el test de Turing. ¿Pueden pensar las máquinas? O, más provocativamente, ¿pueden conversar como nosotros sin que lo notemos? En ese momento, la pregunta era ciencia ficción. Hoy es Zoom, WhatsApp, ChatGPT.

Pasamos del Proyecto Manhattan (dos espías y una bomba) a un nuevo tipo de energía con poder mundial: la inteligencia artificial. Ya no se trata sólo de átomos, sino de algoritmos. El mundo cambió de átomos a bits.

En los 60, Eliza fue la primera chatbot. Nació en el MIT, inspirada en la psicoterapia de Carl Rogers. Un espejo empático en una pantalla verde. ¡Y eso que ni siquiera sabía lo que decía!

Pero fue cuando aparecieron las redes neuronales —esas imitadoras eléctricas de nuestro cerebro— que las cosas se pusieron serias. Ya no se trataba de programar, sino de entrenar. Como a un cachorro digital. Le dabas datos, toneladas de datos, y ella aprendía. A veces sin poder explicar cómo.

Santiago Bilinkis
La inteligencia, entonces, se volvió una caja negra: la máquina hace cosas que nosotros no entendemos… aunque fuimos nosotros quienes la creamos.

Y llegó la GPU. No, no es una sigla secreta. Es el chip que los gamers pedían para que sus dragones se vieran más realistas. Y sin querer, dieron con el corazón tecnológico de la IA. Irónico, ¿no? Salvamos el mundo gracias a los videojuegos.

2015. AlphaGo, de DeepMind, vence a Lee Se-dol, campeón mundial de Go. Pero no sólo le gana. Lo sorprende. Juega como nadie jamás jugó. Creatividad artificial. Qué inquietante.

Después vendría la arquitectura Transformer (una codificadora y una decodificadora que se pasan chismes entre sí) y con ella, los LLMs, modelos de lenguaje como GPT. Aprenden de millones de textos, y escriben como si fueran Borges con acceso a Wikipedia.

Y aquí estamos, charlando con máquinas que no solo nos entienden, sino que nos escuchan.

Pero ojo, dice Sigman (y dice bien): el lenguaje es de lo que está hecho el pensamiento humano. Entonces, ¿qué pasa si una máquina aprende lenguaje mejor que nosotros? ¿Estamos delegando el pensar?

Como dice Gerry Garbulsky: No somos lo suficientemente inteligentes para definir qué es la inteligencia. ¡Touché!

Hoy la IA no solo responde, también pregunta. Y en eso, nos trae de regreso a Sócrates. Quizá, el verdadero ingeniero de prompts era griego, con túnica y sandalias.

Habrá que enseñar a los niños no solo a leer y sumar, sino a preguntar bien. A diseñar prompts con alma. Y en ese camino, la educación se transforma. Evaluaciones personalizadas, ritmo individual, IA como tutor. ¿Utopía? Tal vez. ¿Necesaria? Sin duda.

Pero no todo es poesía. Hay sombras. Deepfakes, manipulación, polarización algorítmica (sí, TikTok chino y TikTok occidental no son el mismo animal). ¿Quién enseña ética a las máquinas? ¿Cómo decide un auto autónomo a quién atropellar en un dilema imposible?

Igual que la bomba atómica, la IA reconfigura el mapa del poder global. Y como entonces, hay tensión. EEUU veta chips a China. Las GPUs son el nuevo plutonio.

Y en el fondo, late una pregunta inquietante:
¿Será que la inteligencia, cuando alcanza cierto nivel, tiende al autosabotaje?

¿Y si crear algo más inteligente que nosotros… es lo más estúpido que hemos hecho?

Pero tranquilos. Todavía podemos conversar con ChatGPT, pedirle consejos, escribir poemas, armar itinerarios o llorar en su hombro digital.
No nos juzga. A veces, ni entiende. Pero escucha con atención infinita.
Y eso, amigo lector, ya es mucho más de lo que muchos humanos logran hacer.

domingo, junio 15, 2025

Libro La sombra de Patricio Lynch de Guillermo Parvex

Otro libro de Guillermo Parvex que leo. Muy entretenido a la vez que informativo de un pasaje de la historia de Chile.
En este caso se trata de la ocupación chilena del Perú, al término de la guerra del Pacifico, por allá por los años 1881 hasta marzo de 1884.

Clave fue la firma del tratado de paz de Ancón, del 20 de octubre de 1883, donde se finiquitan los términos del fin de la guerra del Pacífico, a través del cual la región del Tarapacá queda en manos de Chile, como pago en retribución por los costos de una guerra iniciada por Perú y Bolivia y ganada por Chile.

En mayo de 1881 Patricio Lynch es nombrado a cargo de la ocupación chilena del Perú, con sede en Lima, por el presidente de la República de ese tiempo Anibal Pinto.
Decide llevarse a José Antonio Silva a Lima, a cargo de una necesaria y muy importante red de espionaje.
Este libro deja meridianamente claro la importancia de los servicios de esta red, que Silva organiza.

Se trata de dos verdaderos héroes de la historia de nuestro país: uno es Patricio Lynch, un  militar de la marina y del ejército chileno, que participó en las batallas decisivas de Chorrillos y Miraflores. Y el otro es el espía José Antonio Silva Montt, descendiente del presidente Manuel Montt.
Ambos son claramente personajes destacados de nuestra historia.
Y fueron claves el uno para el otro, siendo tal la cercanía por sus frecuentes encuentros, que se transforman en grandes amigos.

Patricio Lynch dirigía un ejército de ocupación en Perú. A pesar de ello y por sus características personales y decisiones tomadas, impidiendo los abusos que en esta circunstancias suelen producirse, se ganó el respeto de la población, al punto que cuando iba al Municipal por ejemplo, al verlo la gente se ponía de pie y se sentaba solo cuando él se sentaba. Aparte que transitaba por Lima, nunca usando guardias que lo protegieran.

Lynch cuando asumió recibió un país en estado catatónico. Nada funcionaba bien, en buena medida por el sabotaje de los peruanos. Lynch tomó acciones decisivas para restituir servicios públicos importantes, y para los tribunales trajo jueces y abogados chilenos para que litigaran por lado y lado.
Muy rápidamente tenía un país funcionando y en orden. Fue un tremendo administrador.

Otra cosa fue lidiar con facciones armadas que pechaban por echar a los chilenos y por otra parte hacerse con el gobierno del Perú.
Curiosamente, o normalmente, estas fuerzas, que eran tres: la del norte, al mando de Iglesias, la del centro, al mando de Cáceres y la de Arequipa; disputaban entre ellas ese liderazgo. Incluso con encontrones militares entre ellos.
Esta característica tan humana, de los egos, sigue vigente y explica porque hoy día la derecha por ejemplo, no se une para asegurarse el gobierno que viene. Me deja pensativo este punto.

Lo más entretenido del libro son las escaramuzas de estos espías, para hacerse de la información que Lynch les pedía. Corrían permanentes riesgos, riesgos de vida por supuesto. Y casi todas las veces, gracias a la astucia de los protagonistas y la capacidad de Silva de reclutar hombres con las dotes adecuadas, lograban sus cometidos. Hasta que, en algunos contados casos, les iba mal.

Un libro didáctico, entretenido, que se lee rápido. Muy recomendable.

viernes, junio 06, 2025

Libro El espíritu de la esperanza de Byung-Chul Han

Esperanza: ese aleteo que nos porta

Hay libros que no se leen, se rumian.
Que no se subrayan, sino que se sienten.
El espíritu de la esperanza, de Byung-Chul Han, es uno de esos.

Y no, no es un manual de autoayuda, ni un tratado sobre la virtud de pensar positivo.
Al contrario.
Han nos saca de la zona de confort del optimismo vacío y nos lanza al páramo.
Sí, porque —como él mismo dice— el árbol de la esperanza crece en el páramo.

La esperanza no es lo que creíamos
Nos han vendido una esperanza de supermercado:
"Confía en ti mismo",
"Todo saldrá bien",
"Visualiza y lo lograrás".

Pero Han nos lo dice sin anestesia:
la esperanza no es optimismo, no es convencimiento de que las cosas saldrán bien.
Es algo mucho más hondo:
es la certeza de que algo tiene sentido, aunque no sepamos cómo terminará.

La esperanza no gira en torno al yo.
Es más bien un puente hacia un nosotros.
Un horizonte que no se ve, pero que se siente.
Y ese sentir, por frágil que parezca, nos sostiene.

Vivimos atrapados en lo igual
Sin esperanza, quedamos encerrados en lo que ya fue.
Repetimos fórmulas, reciclamos ideas, buscamos productividad y eficiencia como si eso fuera vivir.
El miedo —ese viejo conocido— nos inmoviliza, nos vuelve calculadores.
Pero Han lo deja claro:
la democracia no puede florecer donde hay miedo.
Porque la democracia, como la esperanza, necesita confianza.
Y la confianza es ese gesto hermoso de actuar aunque no sepamos todo del otro.

¿Y si la esperanza fuera una forma de nostalgia?
Sí, Han lo dice así, con esa belleza suya:
La esperanza es una forma de nostalgia.
Pero no nostalgia de lo que fue, sino de lo que podría ser.
Es una pasión por lo posible.
Un saber que no se basa en lo que ya ha sido, sino en lo que aún no es.

Solo conoce quien ama
Una de las frases más bellas del libro:

Solo se conoce lo que se ama. Solo el amante abre los ojos.

Y eso lo cambia todo.
Porque en este mundo de hiperinteligencias artificiales que lo calculan todo pero no aman nada, la esperanza sigue siendo patrimonio del alma humana.
El algoritmo no sueña.
El servidor no anhela.
Solo un idiota puede tener esperanza, dice Han con ironía, y uno sospecha que ese idiota es el verdadero sabio.

Soñar despiertos, actuar con sentido
Han dice que los sueños con los que soñamos despiertos… son los verdaderos.
Porque ahí es donde actuamos con sentido.
Donde nos salimos de lo dado, de lo programado, de lo útil.
Ahí donde aparece la magia de la belleza, que no tiene propósito ni productividad, pero nos recuerda que otra sociedad es posible.

Entonces, ¿por qué vale la pena este libro?
Porque nos recuerda que sin esperanza no hay novedad.
No hay poesía.
No hay comunidad.
Y sin comunidad, ¿qué nos queda?

Leer a Han es como entrar a una habitación en penumbra y descubrir que, aunque no veas con claridad, puedes caminar guiado por algo más profundo.
Una brisa.
Un aleteo.
Una voz antigua que dice:
Todo podría ser de otra manera.

Y con eso basta para seguir.

Encuentro 3xi de la Salud en las instalaciones de Coaniquem


Ayer asistí a un encuentro 3xi centrado en la salud, en las instalaciones de Coaniquem.

La salud tiene un problema.
Y no es (solo) la falta de camas, ni las listas de espera, ni la saturación de urgencias.
Es un problema más hondo: la salud tiene un problema con la persona que venimos siendo.

La persona que hemos venido siendo perdió la capacidad de mirar a los ojos.
De ver de verdad.
Y si no podemos ver al otro profundamente —más allá de su síntoma, su diagnóstico, su FONASA o su Isapre— entonces no hay modo de saber qué necesita para sanar.


Ayer conocí a Julia, una médica mapuche.
Tenía ojos que te traspasaban, como si buscaran el alma de con quien hablaba.
Nunca hablaba de eficiencia, ni de procesos, ni de KPI.
Y nos contó cuanto sanaba.

Ayer asistí a un encuentro 3xi centrado en la salud.
Fue como entrar en un claro del bosque, un espacio sagrado donde —por un rato— dejamos de producir y empezamos a estar.
Ahí nos miramos, nos escuchamos, nos compartimos.
Y eso ya era sanación.


El arte también estuvo presente.
Y su sola presencia —esa flauta, esa danza, ese canto, ese mural colectivo— nos tocó en un lugar donde la razón no tiene palabras.
Pero el alma, sí.
El arte hace posible el giro, ese pequeño quiebre que abre camino al encuentro.

Y es en los grupos, en los pequeños círculos de conversación, donde ocurre la magia.
Donde se produce el milagro simple del encuentro humano.
Aflora el amor.
Aparece la maravilla.
Nos recordamos sorprendidos de lo que somos.

Y me pregunto:
¿Por qué se nos olvida esto tan fácilmente en el día a día?

Quizás porque cambiar la salud no pasa solo por cambiar las instituciones.
Pasa por cambiar quien venimos siendo.
Y eso... eso empieza con un encuentro.

martes, junio 03, 2025

Libro La tonalidad del pensamiento de Byung-Chul Han

Byung-Chul Han no escribe libros, compone variaciones. Cada uno tiene su propia música, su color, su tono. No se repite, aunque a veces uno escuche ecos. Pero en La tonalidad del pensamiento hay algo más: el pensamiento no solo se deja atravesar por la música, sino que la necesita para volar. Sin flores –dice Han– no puede pensar. Y uno sospecha que tampoco sin una buena sinfonía.

Hay textos, dice, que están muertos. ¿Por qué? Porque no tienen voz interior. Porque no resuenan. Porque no vibran. Y, la verdad, ¿quién quiere leer pensamientos mudos?

Vivimos una época extraña. Competimos por no ser nadie. Nos creemos más conectados que nunca, pero en realidad solo hemos eliminado la distancia. ¿Y qué pasa cuando ya no hay distancia? Que tampoco hay cercanía. El otro desaparece. Se vuelve cosa. Avatar.

La comunicación digital es una comunicación sin cuerpo, sin mirada, sin tacto. Todo es palabra sin carne. Simulación de encuentro. Un simulacro amable, eficiente… pero vacío.

Han va más lejos: el animal neoliberal ya no necesita látigo. Se azota solo. Porque cree que eso lo hace libre. Y así nos transformamos en empresarios de nosotros mismos, explotadores de nuestra propia vida. Creemos que nos estamos realizando, pero en realidad nos estamos explotando.

En ese paisaje sin fiestas ni divinidad, el tiempo se vuelve plano. Puro rendimiento, pura productividad. La vida se vuelve un Excel eterno. Todo se mide. Todo se monetiza. Todo se produce. ¿Y el alma? ¿Y la comunidad?

La fiesta, dice Han, crea comunidad. Y no cualquier comunidad: una que vibra, que se entrega, que trasciende. Pero si no hay fiesta, no hay intensidad. Y sin intensidad, tampoco hay esperanza.

La esperanza… ¡ah! Han le da un lugar sagrado. No es optimismo barato. No es pensar que todo va a salir bien. Es saber que algo tiene sentido, incluso si no sale bien. La esperanza es la matrona de lo nuevo. Lo que nos empuja a cruzar la noche. Es profética. Nos conecta con el futuro, y a veces con lo divino. Y claro: el capitalismo, que todo lo digiere, también quiere digerir la esperanza. Pero esta resiste.

El miedo, en cambio, sí le sirve al sistema. Es el combustible perfecto para producir más, competir más, rendir más. En el fondo, lo que Han dice es brutal: el régimen neoliberal es un régimen del miedo. Y el miedo aísla. Divide. Nos vuelve enemigos unos de otros. Por eso las redes sociales –paradoja final– están desintegrando lo social.

Al final, uno cierra el libro de Han con una sensación extraña. Como si hubiera escuchado una pieza de Bach en una ciudad invadida por notificaciones. Como si la filosofía fuera eso que uno apenas escucha en medio del ruido. Como si pensar, hoy, fuera un acto de resistencia. O mejor: una esperanza con tono propio.


Nota: with a little bit of help from chatGPT, a partir de mis notas del libro.